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  Viernes Santo
 
 

 


 
Cristo ha muerto. (Homilía Viernes Santo.)

 
El silencio es mejor. Callar. Ni siquiera rozar con las palabras tanto dolor. No hacer ruido. No agregar nada.

Cristo ha muerto. La Madre sigue de pie.

Expiró el único Justo. María siente la espada traspasar su corazón.

 Yerto. Izado como una bandera doliente. Expuesto a las ya inútiles pedradas, insultos y burlas. Rojo y cortado, frío y lívido. Con su costado abierto, con su cabeza inclinada, con las últimas gotas de sudor y sangre recorriéndolo.  Con el mundo a oscuras.

El bueno de Jesús ha muerto. Ha muerto el Señor de la Vida.

 ¿Dónde están los ciegos que curó, los leprosos que limpió, los lisiados que levantó, los muertos que resucitó, los débiles fortalecidos, los abatidos consolados, los tenebrosos iluminados, los pecadores perdonados, los desviados que con ternura rectificó?

¿Y dónde están sus amigos, los privilegiados doce, los Apóstoles de su amor?

Sólo ella está.

 

 

Ella, buscando en lo hondo el desciframiento de las palabras del ángel: “El será grande, el Señor Dios le dará el trono de David… reinará sobre la casa de Jacob, María, y su reino no tendrá fin… no tendrá fin… no tendrá fin…”.

 Ella, sigue de pie. Absorta en su dolor, gime y no saca los ojos de su Hijo muerto. Gime y siente lejanas las palabras de cuando era casi una niña: “Todas las generaciones me llamarán feliz, feliz, feliz…”.

Oh!, Madre… ¿Quién puede entrar en tu dolor? ¿Quién puede dimensionar tu fe?

¿Nadie cubre el horror de aquella escena, Madre bendita?

¿Nadie te cuida los ojos?

¿Nadie te libra de la herida profetizada por el anciano Simeón?

¿Nadie comprende, desolada Madre, que esa sangre derramada es sangre de tu sangre?

¿Nadie sabe cómo sacarte las espinas y puñales, los afilados cuchillos esa tarde oscura… Madre Santísima de los dolores?

 

 

¿Te preguntas porqué un madero, y recuerdas los aromas de Nazaret, la frescura de la carpintería, la andadas de tu pequeño Jesús, el aprendizaje al lado de José?

Ah!, si al menos estuviera José…

 

 

Y Jesús la contempla…

Ella sigue allí. No huye. No se aparta. No se excusa. Sigue allí…

 Por la rendija de sus hinchados ojos la mira… la necesita…

Por la entreabierta y seca boca la llama: mamá, Oh!, mamá.

 

 

Mientras la oscuridad avanza sobra el monte de la Calavera, y los latidos del corazón de Cristo se debilitan más y más. Mientras Dios toma los pecados del mundo para entrar en las fauces de la muerte. Mientras en lo escondido de aquella carne inmolada palpita el amor y la misericordia. Cuando está a punto el universo entero, y la entera historia, de encontrar la plenitud de su sentido, el cumplimiento de lo que preexistía en Dios desde siempre… ella está allí, de pie, creyendo.

 

 

Madre, ven… Acércate… Quiero obedecer a Jesús, y hoy, recibirte en mi casa. Quiero ser bueno. Quiero que me enseñes a ser fuerte. No incrédulo, sino creyente.

Dulce Madre, Virgen de los dolores, te haré un lugar en el corazón. No quiero pecar más. Quiero esperar contigo lo prometido por tu Hijo…

Nos encuentre juntos el alba de la Resurrección.


 
 
 
   

                      

 
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