Tres privilegiados amigos del Señor Jesús lo acompañan en una feliz subida. Ascenderán, y sabrán lo que no sabemos. Conocerán una Luz del todo nueva. Gustarán de la quietud serena, y del gozo de una visión, y de la voz de Dios asegurando que a Cristo hay que escucharlo, que él es el Amado, que él es el que concentra toda su predilección.
Pedro, Santiago y Juan verán a Jesús transfigurarse… Todo él quedará envuelto por un fulgor que hasta entonces había permanecido oculto.
En aquella cima resplandecerá su divinidad.
¡Felices los Apóstoles que asisten a tan dichoso evento! Para ellos sucede un brote de la Luz de Luz. Para ellos acontece el rostro como de sol de Cristo. Para ellos se muestran los reflejos lumínicos de la blanquísima ropa del Raví Divino.
Acompañan la visión las figuras de Moisés y de Elías. Como si la Ley y los Profetas se arrimaran a confirmar, que Jesús es el esperado de los siglos, el Camino definitivo, y el Redentor anunciado.
Este anticipo de la futura Gloria le hizo a Pedro desear aquietarse en aquella altura, y afincarse en aquella experiencia, en aquel extraordinario don. Como nosotros cuando nos llega el sabor de lo íntimamente feliz, también Pedro quiso hacer casa en aquel gozo, tan nuevo e inédito.
Pero esta vida no es para asentarse. Ni en cosas, ni en personas, ni en experiencias. Homo viator. Somos peregrinos, y siempre nos será necesario partir. Andar. Continuar caminando. Abriendo pasos hacia adelante, hacia el salto final, hacia el último sí a Dios, el que nos dará casa definitiva, y Vida trascendente, Cielo y tierra nueva iluminados no con lámpara o luz solar, sino con el resplandor inmaculado del divino Cordero, Fuente de Amor inmortal.
Y por eso, los Apóstoles tendrán que dejar aquella altura que la tradición identificó con el monte Tabor. Porque aún quedaba escalar otra altura, otro monte: aquel Calvario, y aquella Santa Cruz que el Cristo ascendería para hundirse en la muerte amando y venciendo. Sacrificio sin el cuál no hay cómo acceder a Dios.
Seguir a Cristo es andar en esperanza. Es cargar la cruz en progresivo y perfeccionado don de sí mismo hacia la plenitud. Es elegir una forma de vida en respuesta a su don, un estilo de amor: el fuerte, y transformador, y santo amor cristiano.
Y en este peregrinar amando con amor de cruz, en este seguimiento de Jesús, el camino estará también jalonado por episodios luminosos, bellos momentos de altura y amistad con el Señor. Esos benditos y agradecidos recreos de comunión serena y gozosa, de verdad liberadora y paz. Momentos de abrazos santos. Horas en que nos besa Dios o nos visitan los ángeles o en la altura de la oración podemos soportar la mirada de Jesús sin ocultar el rostro, por sentir, a la vez, su profunda compasión amante.
En cuaresma oramos con mayor agudeza. La cuaresma nos susurra: oren más y mejor. En cuaresma estamos invitados a subir el monte de la oración, para que se nos regale, también, esta intimidad feliz con Cristo.
Quiere Cristo elevarnos y hacernos saber cuán verdadero es todo lo que enseña la Iglesia.
Recuerdo aquel pensamiento de San Rafael Arnaiz que me acompañara en mis primeros días en religión:
“Tiempo perdido son los minutos, las horas, los días o los años, que no hemos vivido para Dios”.
Hoy, al comulgar, prometamos a Cristo: no negarnos a llevar con amor la cruz. Y también, prometamos dejarnos llevar a la altura de la íntima oración, donde puede suceder la amistad, la luz, y el personal y entrañable gozo de estar resplandeciendo con Cristo.