Nos refugiábamos con nuestra fantasía en aquella gruta. De cerca mirábamos a María y a José. Nos aproximábamos con los pastores bajo las felices estrellas. Nos dejábamos alcanzar por la calidez santa de esa noche. Y sentíamos la densidad del amor de Dios, su ternura, su fidelidad, su insistente modo de buscarnos: ahora hecho bebé, fragilidad salvadora, beso humano, luz del mundo, Palabra encarnada.
Ha nacido Jesús. Dios está con nosotros. Dios se ha hecho uno de nosotros. Dios ha venido para ya no poder desesperar. Ha venido para sellar una alianza, para llevar a su plenitud todas las cosas, para participarnos de la vida divina, para vencer la finitud y la muerte, para que no amemos el sin-sentido, para que abandonemos las tinieblas, para hacernos hermanos suyos, para constituirnos en nuevas criaturas, para no sentirnos rehenes de la soledad, para vencer el mal a fuerza de bien.
La Palabra que estaba junto a Dios, y era Dios, y por quien fueron creadas todas las cosas; la Palabra que llena de Vida es la luz verdadera que ilumina a todo hombre, ha aparecido en la humildad de la carne. Así, Dios lleva a su cima todo lo creado. En Cristo, el Hijo, la Palabra, el Emmanuel, el universo entero, y cada uno de nosotros encuentra su auténtica vocación, su verdadero y profundo sentido.
“Todo fue creado por él y para él”, dice el Apóstol. El universo fue diseñado para el hombre, y el hombre para que iluminado por la Palabra tenga Vida verdadera, infinita, divina, inmortal.
Dice Juan, que esa Palabra estaba en lo creado. Es decir, podíamos hallar a Dios en la maravilla que salta a nuestros sentidos, el callado orden de las leyes que guían el mundo físico y biológico. La anchura y profundidad de la conciencia y el pensamiento. Pero, también dice Juan, que “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Es decir, Dios entró en la historia, y entró como el definitivo decir, el terminante mensaje, en Cristo, a los hombres.
Por eso, asomándonos al pesebre, descubrimos, en la fe, que en ese bebé, los habitantes de este mundo, recibimos la gracia de la salvación. Ya no una vida vegetal, animal o humana, sino divina. Pues, la Vida que late en el interior de la Trinidad Santa, es transfundida a Jesús, y en, y por Jesús, se comunica a los hombres que lo reciben.
Jesús hace posible que seamos hijos de Dios… Pero hay que recibirlo. Aceptarlo. Conocerlo. Responderle. Hay que escuchar esta Palabra. Este llamado. Esta oportunidad que es Cristo.
No se es hijo de Dios por ser hombre, sino por ser de Cristo. No hay participación en la Vida divina, donde no se vive participando de la Vida de Cristo, que es la Palabra de Dios.
Y Juan aclara en su prólogo, que estos, los que viven en Cristo “ no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios”.
Y por eso, nuestro destino profundo, y la perfección de todo bien, y la superación de todos los límites (incluida la muerte), no nos es posible con las obras de la carne y de la sangre. No es por la voluntad humana, por la ciencia, la política, o la economía que superamos la caducidad de lo humano, sino por el nacimiento en Dios.
¡Y para esto ha venido Cristo!
Su vestido azul oscuro parece iluminarse. José ora vigilando el fuego. Hay silencio, y los ángeles se postran. La luz aumenta. María da a luz un Niño.
Con el estupor brota la alegría, María lo besa, lo abraza, lo mira, recorre sus manitas, sus piecitos, su pequeñísima boca. Lo da a José para que lo abrace. Ambos se quedan en íntimo recogimiento. Oran. Lo acomodan para adorarle.
Todo ha cambiado para el que cree.