Alguien esta llegando...
(Homilía1er Domingo de Adviento)
Nuestra vida se sostiene en la esperanza…
El cristiano que no duerme, el que despierto vigila, el que nutre su andar en viva fe; el cristiano que no deja ahogar la palabra de Dios entre las espinas y las preocupaciones del mundo, el cristiano que combate, el que se apasiona con el bien y se horroriza con el mal, ese, ese hijo de Dios, vibra internamente en esperanza.
Espera porque hay alguien que adviene. Alguien esta llegando. Lo ha prometido. Y es veraz.
Es el Amor que no miente. Es el Pastor y el Justo, el que nos abre los cielos y la tierra nuevas: Cristo, el Señor, el de la parusía, el Juez ineludible, el que está por encima de todo. El que nos ganó la eternidad.
Con la apertura del tiempo de adviento, la Iglesia nos recuerda nuestra vocación trascendente. Nos señala el Día luminoso del encuentro sin ocaso con el Señor, cuando nuestro humano existir, hoy en la precariedad y en los limites, alcance su plenitud, estalle de vida verdadera.
La historia humana en su devenir llegará a su fin, y su fin coincidirá con la venida gloriosa de Cristo, con su Parusía, con “su llegar en gloria para juzgar”, dice San Agustín.
No sabemos el día ni la hora. Ni lo podemos saber. Es un secreto del Padre. Y no nos fue revelado. Pero, si sabemos que hemos de estar precavidos; según las palabras del mismo Cristo: velar y vivir preparados.
¿Pero no es, acaso, asunto del amor ese velar ardiente?
¿El que ama no espera con anhelo al amado?
¿Acaso no nos preparamos para recibir al que amamos, y está llegando?
El cristiano es comparado en el Apocalipsis, con la esposa que, en ausencia de su esposo, ansía ardientemente su vuelta.
Marana Tha, acaba suspirando: ¡Ven, Señor Jesús!
El fin del mundo, el fin de la historia, serán, a su vez, el comienzo de “los cielos nuevos y la tierra nueva”.
No habrá exterminio de lo creado, porque todo fue creado por amor; y Dios vió que todo lo creado era bueno.
No se trata de una destrucción, sino de una transfiguración, con el debido respeto a las libertades de los hombres, nosotros, los que ahora nos estamos decidiendo por Cristo o contra Cristo.
Pasará la figura de este mundo ambiguo, en el que el bien y el mal crecen juntos…
En aquel día, todo quedará claro. Y se separará el trigo de la cizaña en cada corazón.
Será el juicio purificador el que, entonces, hablará…
Cristo juzgará a todos los hombres, y luego se abrirá, para los que fueron hallados dignos de participar de la vida de la resurrección, la morada nueva, “dónde habita la justicia y la felicidad, que satisfará y superará todos los deseos que brotan del corazón humano”, como enseña el Concilio Vaticano II.
Cristo había abierto y extendido los brazos en la cruz…
Así, como abrazando a todos, conmovido de amor, y apoyado en la fuerza que la presencia de María le brindaba, gritó fuerte: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”…
Es decir, volvió a afirmar que Dios es Amor. Que es Padre. Que podemos entregarnos a él confiadamente. Que del otro lado de la muerte hay alguien para recibirnos. Que la vida personal, y la entera historia humana, no acaban en el sinsentido, ni el absurdo, o la nada.
Y por eso, queremos velar con amor…
Esperar, esperan sólo los que aman… Y la esperanza hace fuerte al corazón que sabe.
¡Bendito sea Aquel que nos amó primero!
Para terminar, escuchemos a Jesús desentrañar su corazón, en la feliz oración sacerdotal:
“Padre, quiero que los que tú me diste
estén conmigo donde yo esté,
para que contemplen la gloria
que me has dado,
porque me amabas
antes de la creación del mundo”.