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  Domingo XXX
 

 
Dos hombres subieron al templo. (Homilía Domingo XXX )

(San Lucas 18,9-14)
 
Tenerse por justo es un desatino, una supina ignorancia, una necedad notable, un signo de soberbia inequívoca.
Y tenerse por justo despreciando a los demás es como adherir barro a una ventana transparente… ya no se puede ver más allá de uno mismo.
Jesús, en sus andanzas por la Palestina, se encontró muchas veces con los fariseos. Y muchas veces los amonestó. Los corrigió. Los invitó a cambiar. Los puso frente a un espejo. Los reflejó en sus parábolas.
Nos dice el Evangelio de hoy, que dos hombres subieron al templo a orar. Uno, era precisamente fariseo, y el otro publicano. Ambos judíos.
El Templo los recibe, los cobija, los deja acomodarse, pero a cierta distancia. Una distancia que ya se podía apreciar afuera del templo.
La misma palabra fariseo (perushim) denotaba esto, porque fariseo, en la acepción popular, significaba “separado”.

 El fariseo era el “separado”. El distanciado tanto de las costumbres paganas, como de los judíos que “no eran como él”, los que no conocían los alambiques casuísticos, los vericuetos de la Ley; los que no eran doctos, ni observantes; los que por no “cumplir”, no estaban justificados ante Dios.
Para un fariseo, un publicano era lisa y llanamente un impuro… Y para nuestro fariseo de la parábola, evidentemente, había en eso, por contraste, un motivo de orgullo y agradecimiento a Dios: no ser como aquel, no ser como ese publicano, no ser un perdido, no ser como aquel que a distancia no se atrevía siquiera a levantar los ojos al cielo.
Uno celebra su posición de privilegio creyéndose merecedor de la aprobación divina. El otro pide piedad.
Uno le cuenta a Dios lo bueno que es. El otro reconoce su pecado.
Uno enumera sus obras regocijándose de ser así. El otro sólo puede abrirse desde su exclusión al don de la misericordia.
El fariseo cree que Dios “debe” estar contento con él. El publicano espera ser aceptado aunque no lo merezca.
 
Sabemos que la oración pertenece al ámbito mas secreto y sagrado de un hombre. En ese espacio abismal y recóndito, ese interior dialogal, ese sitio de revelaciones personalísimas, ese núcleo donde lo finito y lo infinito convergen, allí, en ese templo donde buscamos religarnos con nuestro Padre y Creador, allí y desde allí, a Dios sólo le agrada la humildad.
 
Por eso, fue el publicano el que regresó justificado a su casa.
Había subido al templo sin enumerar sus obras meritorias, sin engaños sobre sí mismo, sin autojustificaciones, sin ensalzarse, sin nada propio con lo cual querer seducir a Dios.
El fariseo bajó sin pedir perdón, contento con su monólogo, sin el alma dilatada por el encuentro con la misericordia.
Lo pavoroso es que ni siquiera se enteró que no salió del templo justificado.   
 
Desde los abismos de su Corazón amante, Corazón enviado para compadecerse de los barros mortales, Cristo, ayer como hoy, nos sigue buscando.
Nos busca con su gracia, con erguida e irrefutable sabiduría, con los soplos de su Espíritu, con sus toques de liberación.
Cristo nos libera de las trampas del yo. Del yo fariseo, del yo calculador, del yo que se hace centro del orar, del vivir, del juzgar.
Cristo nos rescata de toda esclavitud.
El es nuestra justificación.
“Porque la Ley nos fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo”, dice el Apóstol Juan.
 
Hay dos citas de San Juan de la Cruz que quisiera compartir por considerarlas convenientes y oportunas. Con ellas le hablo a nuestro fariseísmo.  
1. “ No pienses que, porque en aquel no relucen las virtudes que tú piensas, no será precioso delante de Dios, por lo que tú no piensas ”.
2. “ Para enamorarse Dios del alma, no pone los ojos en su grandeza, sino en su gran humildad ”.
 
Amén.


 
 
   

                      

 
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