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  Domingo IX Tiempo Ordinario
 




No todo el que dice Señor, Señor... (
Homilía, Domingo IX Tiempo Ordinario)



Nuestro tiempo gusta de hablar de la libertad. Se ufana de sus proclamaciones libertarias y de sus revoluciones. Creo que ha convertido la misma palabra, ya no sólo en un nombre propio, sino en la consigna más repetida, y en el lema más trillado. Es, me parece, el tema recurrente de los filósofos y los animadores de la cultura moderna.
Opinólogos, periodistas, políticos, poetas, artistas, magos, humoristas y lunáticos, parecieran estar de acuerdo en la sobreestimación de la libertad; y casi todos suelen afirman sin pudor que siendo libre se es feliz, y que ser libre es hacer lo que uno quiera. Todo lo que uno desee. Todo sin restricciones, pues, de otro modo, dicen, no sería libertad.
Es decir, asocian la libertad con una acción autónoma, independiente de toda ley, al margen de toda moralidad, incluso lejos de todo uso adecuado de la razón.
Todavía no ha prosperado lo suficiente este modo de pensar y vivir la libertad, tanto como para destruir el entero mundo nuestro. Pero, nadie lo dudará, a contribuido bastante esta modalidad a su deterioro y descomposición.
 
Quien mejor enseña qué es la libertad es Aquel que libres nos creó, Aquel que la da como precioso regalo, y como fuente de la mayor dignidad.
Dios nos dice qué es la libertad. Dios nos enseña a cuidarla. Porque, lo sabemos, se es libre obrando el bien. Y el bien es siempre amigo de la felicidad. Mientras que el pecado, no puede dudarse, ata. En términos paulinos: esclaviza.
 
La ley que organiza, ordena, cuida, y bendice la vida natural y el corazón del hombre está escrita en su interior.
No se nos impone desde afuera, por decreto, la ley de gravedad, por ejemplo; o el “no matarás”, o cualquiera de los mandamientos. Son leyes que las descubrimos. Las leyes físicas, psíquicas, o morales están ahí, en la naturaleza de las cosas y del hombre para ser descubiertas. 
El científico no inventa: descubre. El antiguo rabino no inventaba, transmitía lo revelado por Dios.
 
Jesús enseña la plenitud de la Ley: “Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos no entrarán en el Reino de los Cielos”, nos dice.
De ahí, que el cristiano solicita la gracia para vivir como cristiano. Él se sabe libre en Cristo por la gracia de Cristo. Vive de la gracia. La busca. La suplica. La recibe. Y así procura, también, conservarla.
Lo sensato es obrar, con la gracia, todo lo que enseña Cristo en su sermón del monte. Esa es la roca, la firmeza, el suelo inconmovible. Y esa es, también, nuestra plena libertad.
Lo insensato es favorecer una vida en nombre de una falsa libertad, que suscite estas tremendas palabras de Cristo en “el día grande”, que es “el día del juicio”: “No los conozco. Apártense de mí, ustedes los que hacen el mal”.
 
Hoy, la Palabra de Dios nos afirma, que conocer a Jesús no asegura vivir el Evangelio. Tampoco lo hace poseer el don de profecía. Ni siquiera expulsar demonios o realizar milagros en su Nombre.
El Reino de los Cielos ya se está desarrollando en el corazón que se hace como niño, pobre de espíritu, manso y paciente, misericordioso, deseoso de santidad, puro, orante, desprendido, capaz de perdonar y hasta de amar a los enemigos.
“No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre…”, dice Jesús.
Y esa voluntad es siempre conformidad total con Cristo, el Señor.
Jesús había dicho que para el hombre es imposible salvarse, pero que para Dios todo es posible. Y él, quiere darnos esa salvación. Su sacrificio lo atestigua. Y la gracia de esta noche. Su darse en comunión. Su querer estar con nosotros. Su animarnos a ser libres en el seno de su mandamiento nuevo: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Amén.



 
 
   

                      

 
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