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  Cristo Rey
 
 

 

 

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No es rey de castillo y corte lujosa... Homilía de la Solemnidad Cristo Rey 


No es rey de este mundo…

Ni la ostentación, ni la destemplanza le son propias.

Cuida a los de su Reino, un Reino que ofrece a todos, y que no está aquí o allí, sino en el íntimo interior de los que quieren seguirlo, los que prefieren la cruz, los que aman olvidados de sí mismos, los que eligen la humildad para no perderse.

No es rey de castillo, con corte lujosa, ocio inútil, y séquito de hadas.

Ni es rey de carroza, monarca gritón, acostumbrado a ser servido, y a preparar ejércitos para la guerra.

Su autoridad es divina, y la ejerce sirviendo. Su reyecía consiste en servir su misma Vida. Y lo hace como Señor, donando su Espíritu, moviendo en la esperanza, alimentando con la Verdad nuestra inteligencia, y tocando con su amor nuestra voluntad.

Suscitando la fe en nosotros.

 

Este Rey, que es Cristo, ejerce su gobierno en nuestras almas procurando hacernos enteramente suyos: “Yo te llamé por tu nombre, eres mío”, dice el profeta, indicando la intención primordial de Dios.

Este Rey, que es Cristo, oficia su amor redentor para hacernos plenamente poseedores de Su Reino, Reino que no tiene fin, y que se manifestará en su esplendor al final de los tiempos, cuando todos los enemigos de este Rey de reyes queden sometidos a sus pies.

 

Jesús, durante su vida pública, no alimentó los entusiasmos mesiánicos de las multitudes que querían convertirlo en un rey temporal.

Jesús, a su vez, no se opone a las autoridad del tetrarca Herodes, ni a la del Cesar, ni a la de Poncio Pilato.

Su misión es de otro orden. Muy diferente. No compite con potestades terrenales. No viene a instalar un sistema de gobierno ni a gobernar Israel o el mundo como un emperador.

Israel y el mundo pasarán. Son figuras que acaban, como acabará la historia.

Jesucristo vino a darnos la Vida de Dios. La Vida eterna. Y esa no hay cómo alcanzarla fuera de sus mandatos, de su servicio, de la adoración y reconocimiento suyo como Rey y Señor.

 

Vanamente se ensoberbecen los gobernantes de las naciones, los monarcas de muaré, los ostentadores de títulos.

El más grande, el único Señor, ha vencido y lleva en su Cuerpo resucitado las marcas de la victoria, sus llagas amantes, las que nos juzgarán en el último día, cuando quede en evidencia cuánto nos hicimos, o no, amigos de la cruz, o cuanto quisimos reinar en la tibieza o la soberbia del propio yo.

 

¿Quién se atreverá a levantar la cabeza entonces?

Porque cada uno verá cuánto le costó a Cristo su salvación. Y todos veremos cuán lejos estábamos de amarlo como él se merece. Y de servirlo, y de adorarlo como al único Rey.

Cristo, el más grande, después de la flagelación, fue saludado por los guardias que habían formado fila para burlarse.

No lo cubrieron de suave seda sino con un tosco manto púrpura.

No le colocaron joyas, ni diademas con brillantes sino una horrible corona de espinas.

No tuvieron compasión de él. No la tenemos nosotros. Cada generación reedita la misma ignominia.

Lo saludaban así: “¡Salud, Rey de los judíos!”. Y le golpeaban la cabeza. Y lo escupían. Y doblaban sus rodillas mofándose como quien rinde un falso homenaje. 

 

El cristiano vive en esperanza.

En el último día todo será claro.

Mientras tanto sigamos a Jesús como nos enseña la Sagrada Escritura, la que nos dice por boca del apóstol San Pablo:

“Así podrán comportarse de una manera digna del Señor, agradándolo en todo, fructificando en toda clase de obras buenas y progresando en el conocimiento de Dios. Fortalecidos plenamente con el poder de su gloria, adquirirán verdadera firmeza y constancia de ánimo, y darán gracias con alegría al Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia luminosa de los santos. Porque él nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido…”.

 

Amén.









 

 

 
 
   

                      

 
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