Adviento es preparación. (Homilía 2do Domingo de Adviento)
Aparece el Bautista…
¿Qué trae? ¿Qué sueña? ¿Qué quiere para su pueblo? ¿Quiénes se acercan a sus manos mojadas, y a sus palabras quemantes? ¿De dónde ha brotado este látigo purificador?
Lo mejor del profetismo abreva en él. Los atributos justos de Elías e Isaías, tan venerados desde antiguo, florecen en él. Él es, el de la larga formación meditativa en el monasterio del Qum Ram, el que concebía en el retiro, y lejos de la corrupción de los hombres del templo de Jerusalén, la mejor preparación para allanar los caminos del Señor.
El Bautista palpita el tiempo mesiánico. Ha cultivado la lectura y la oración. Sabe de las promesas a Abraham, de los sueños de liberación de los suyos, de las angustias del destierro babilónico, de los olvidos de la Ley de Dios, de los ritos ineficaces y las reiteradas idolatrías.
Pero él sabe, también, que está próxima la curación, la bendita y ansiada redención de su pueblo, la hora del Justo, la feliz llegada del Ungido.
Y por eso habla de preparación. Taja el aire con su: ¡Conviértanse! Insiste, reprende, anuncia, suplica por un cambio profundo… pide volver a Dios.
¿Y cómo lo escucharían a este varón insobornable?… A este precursor, tan admirado y temido, que disminuyendo en su protagonismo señalaría a la Palabra Viviente, al único Verbo que nos es necesario escuchar, al Cordero limpiador, al que bautizando en el fuego amante y transformador hace lo nuevo… Aquel a quien el Bautista, con toda su grandeza, no es digno siquiera de desatarle la correa de las sandalias.
Pedía Juan una decisión firme y definitiva ante el Cristo que estaba llegando… Pedía lo que él mismo estaba haciendo. ¿Y qué hacía Juan? Creía. Creía en Cristo. Creía saliendo de sí mismo con esa filosa fe. Creía perdiendo privilegios, olvidándose de sí, desprendiéndose de aplausos, protagonismos, posesiones, como un peregrino que se sabe indigno, como un despreciador del mundo, como un combatiente que quiere ahogar la complacencia con el pecado, como quien quiere ser nuevo, y todo lo espera del que está llegando, todo lo espera del prometido de los siglos, todo lo aguarda del Cristo que está a la puerta y llama.
Adviento es preparación… Disponer las ruinas de nuestras vidas a su fuerza restauradora. Arrepentirnos. Desear ser lavados. Querer no pactar más con las obras de las tinieblas. Anhelar la paz del perdón y un corazón nuevo en el Nombre del Señor Jesús.
La síntesis del profetismo veterotestamentario se condensa en él… Y él, el Bautista, nos enseña que porque el Reino de los cielos está cerca hay que cambiar, hay que convertirse, hay que cortar con lo indigno, lo ruinoso, lo viejo, lo enmohecido, lo ajeno al Emmanuel, al Dios con nosotros.
Sí. El Niño Dios viene. Ha de nacer. Ha de aparecer en nosotros… Pero esto exige rectificar el propio corazón. Esto pide renuncias. Pérdidas de egoísmos. Despojo de esclavitudes.
Dios nos quiere libres… Nos quiere dispuestos y libres para el encuentro. Pero si estoy ocupado y entretenido con tantísimas cosas, si el ruido del mundo me somete a un continuo aturdimiento, si me quedo con mendrugos de falsas promesas, si no rezo, ni lloro mis pecados, ni limpio mi mente de todo lo indigno del nombre de cristiano… entonces, la Navidad no será Nacimiento. Será lo siempre igual de lo nunca nuevo.
Envuelto en pañales aparecerá Dios…Mientras tanto, nos vamos convirtiendo, capacitándonos para semejante ternura…
Escribía Tertuliano a los cristianos encarcelados, y apunto de sufrir martirio, a finales del siglo II: “La cárcel es oscura, pero ustedes son luz; tiene cadenas, pero ustedes están sueltos para Dios; allí se huele mal, pero ustedes son perfume de suavidad…”.
Luminosos, libres y como suave perfume de Cristo lleguemos a su Nacimiento.