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  Domingo XVII
 
 


El campo bien podría ser el corazón. (Homilía Domingo XVII) 

En el mundo hay muchas ofertas, pero no todo lo que brilla es oro.
Se nos presentan, a diario, variadas propuestas de fugaces o dudosos placeres, ríos de estridencias, cosas y más cosas para evadirnos de la hondura del corazón, o para consumir y ya no reflexionar acerca de nada esencial, ni trascendente.
Así crece el activismo, la maraña de inter-actuaciones sin raíz, las demandas frenéticas de ruido, las jaulas de insensibilidad, los aislamientos, las drogas, el tiempo virtual y, finalmente, la lejanía del propio corazón.
Sin embargo, por debajo de tanto dinamismo frenético, cada uno anhela la reunión consigo mismo y, más aún, desde ese palparse a sí mismo, cada uno desea el encuentro con Dios.
El hombre busca a Dios aunque no lo sepa. Anhela y también gime por un centro. Un núcleo. Un quicio. Un eje. Una médula. Un fondo . Una sede.
 
Y vean cómo en nuestro mundo, todo es como un lanzarse hacia afuera: descentrar, desquiciar, desfondar.
Se nos propone vivir sin ninguna interioridad. Siempre distraídos. Siempre entretenidos. Siempre superficiales.
Por eso, digo que no todo lo que brilla es oro… Porque el resultado de esta barahúnda está a la vista. Lo que se percibe con toda claridad es una creciente falta de sosiego, de sanidad mental, de sabiduría, y de santidad.
 
Y ahí aparece Jesús y sus parábolas. Porque el campo bien podría ser el corazón de cada uno, y el tesoro Dios.
Lejos de nosotros mismos, curioseando por tantos campos ajenos, solo nos fatigamos.
Dejándonos conducir por la Providencia, respondiendo a los mucho signos que nos regala cada día, encontramos en cambio nuestra interioridad, nuestro campo verdadero, el propio corazón.
Sólo así, ya no nos es tan difícil desprendernos de tantas superficialidades.
 
¿Eres un bautizado? Entonces, comprar el campo es elegir entrar en tu interioridad, porque en ella está el magno tesoro: Jesucristo.
“Todo fue creado por él y para él”, dice San Pablo.
Por lo tanto, no hay cosa buena, verdadera, ni bella que no lo tenga a El por fuente. Y esa fuente está en ti, y quiere brotar como manantial hasta la vida eterna, la vida para siempre, siempre, siempre.
Jesús es el tesoro que no se corrompe. El bien que permanece. El Señor que te espera en lo hondo del corazón.
Vender todo para comprar el campo es desprenderse de vanidades, de ruidos, de innecesarios tumultos, de afectos desordenados, y de todo lo que te aleja de ese centro feliz. De esa alegría verdadera.
 
Es cierto. Hay que cavar. Y hay que saber elegir las herramientas para cavar, para profundizar hollando.
Hay que creer. Hay que orar. Hay que disciplinarse.
 
¡Bello tesoro es Cristo!
Escondido y fontal. Santo y ordenador de todo lo disperso en cada uno de nosotros.
¡Verdadero tesoro es Cristo!
Y pensar que la llamada “opinión pública”, o el llamado “interés general” ni siquiera lo nombra.
 
Pero, por mucha batahola que se haga para no verlo, o por mucha indiferencia que se persiga para no escucharlo, sin él no hay paz…
Y todo es nada comparado con él. Con su promesa. Con la herencia anunciada para los que lo sigan y perseveren en fidelidad.
La alegría que trae encontrar a Cristo no es pasajera ni superficial, sino firme y definitiva. Es la alegría que no tiene fin.
En el silencio del corazón, después de haber comulgado, quedémonos con este tesoro que nos hace ricos, sin ser injustos con nadie. Amén.
 



 
   

                      

 
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