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  Domingo III del tiempo Pascual
 
 
La aldea de Emaús era el destino. (Homilía Domingo III tiempo Pascual)


¡Felices de creer nos reunimos para la fracción del Pan!

Ha resucitado Cristo. Ha entrado en su Gloria. Y glorioso nos acompaña, nos da su Espíritu, nos empapa de esperanza, nos consuela en las fatigas del peregrinar, y nos alimenta con su misma Vida.
El que ha resucitado, misteriosamente, anda con nosotros y entre nosotros.
Es verdad, su presencia es misteriosa. Misteriosa y real. El evangelio de hoy nos señala esto: A Jesús, los discípulos, lo ven y no lo reconocen; y cuando lo reconocen ya no lo ven, desaparece.
¿Cómo podrían aquellos hombres describir la maravilla que vivían? ¿Con qué lenguaje? Todo resultaba insuficiente… Lo que nos han transmitido es la veracidad de los hechos: La plena certeza de la Resurrección. Jesús con un cuerpo glorioso, habiendo estado muerto, ahora vive para siempre y está misteriosamente entre nosotros, y en relación personal con cada uno de nosotros, hasta el último día, el de la manifestación plena y definitiva.
 
La aldea de Emaús era el destino. Aquellos dos discípulos iban tristes. Pero la tristeza no les impedía charlar. ¿Y de qué hablaban? De todo lo acontecido en Jerusalén. De la horrenda muerte de Jesús. Del fin de sus esperanzas.
Y allí, en medio de sus tristezas, se mete Dios…
Jesús entra en la conversación. Se suma a la caminata. Sin atropellar se mete en la charla. No invade. No corta la trama de lo conversado hasta entonces. No se impone. Es Jesús. Su estilo consiste en el respeto de las conciencias y las libertades. No agita el diálogo de sus discípulos, lo acompaña, lo impregna de luz. Los deja hablar y, a su vez, ilumina la conversación.
Abre preguntas primero y, luego, abre las inteligencias, despeja las dudas, fulgura el comprender, revela, y deslumbra.
Y por eso, caminados aquellos 10 kilómetros en compañía del Resucitado, lo querrán retener al que todavía confunden con un extranjero.
 
El Resucitado, el que ya vive en estado de Gloria, el que ha roto las ataduras de la muerte, y los límites del tiempo y del espacio nuestros; este Jesús Viviente se hace cercano, conversador luminoso, amigo que trae brasas al corazón, amante que busca ser reconocido en la Fracción del Pan.
Ayer con los discípulos de Emaús. Hoy, lo procura con nosotros.
 
Su resurrección no es como la de Lázaro. No se trata de un cadáver que vuelve a la vida. Se trata de Gloria. Entra Jesús en su Gloria. Entra en un ámbito nuevo, que le hace decir a San Pablo que su cuerpo ahora es pneumátikos, o sea, espiritual.
Ha superado, Jesús, con su Resurrección, los límites, demarcaciones, fronteras, contornos, confines, del tiempo y del espacio. Ha sido exaltado a un hiperespacio, a un hipertiempo, a una categoría que lo hace tangente a todos los espacios y todos los tiempos, sin estar ubicado o atado a ninguno.
Ha entrado en la Gloria. Ha alcanzado la esfera del existir divino con su humanidad, participando de la bienaventuranza de Dios para siempre.
Y lo ha hecho, para que nosotros lleguemos un día adonde él llegó.
Él, el primero que resucitó de entre los muertos, es la cabeza y nosotros sus miembros.
Sólo por él, con él y en él, podremos nosotros resucitar…
 
Mientras tanto, nos acompaña. Anda con nosotros por el camino de la vida. Peregrina, aunque glorioso, muy cercano. Se mete en nuestros asuntos para iluminarnos. Entra en nuestras vidas para alimentarnos. A cada uno le susurra: Sígueme…
Pide que lo reconozcamos en la fe.
¿Y cómo podríamos reconocerlo sino es en la fe?
No está preparado nuestro ser actual para percibir lo sobrenatural por otras vías.
Nuestros ojos, o nuestros oídos, nuestro entero cerebro no puede procesar datos hipercósmicos. En este estado terrenal no está nuestra naturaleza adaptada para la captación de lo sobrenatural, sino por vías indirectas.
El que muera unido a Cristo recibirá esa adaptación, el “lumen gloriae”, que le permitirá la percepción inmediata del ser Divino. La captación directa, y el contacto directo y encandilante con Cristo.
Entonces, estarán transformados y adaptados para la vida nueva, nuestros ojos y todo nuestro ser… Será la Resurrección nuestra, por el don inefable y amante de nuestro Dios amor.
 
Mientras tanto, este Cristo Glorioso está presente en todo tiempo y lugar, aunque no evidente a nuestros ojos carnales o a nuestras mentes, tantas veces oscurecidas por nuestra falta de fe.
El Resucitado nos reúne. Y por la fe, que es una virtud sobrenatural, su luz está ya en nosotros palpitando y haciéndonos participar de lo que vendrá. Está en nosotros ese germen de Gloria. Ya está esa pre-adaptación que nos permitirá un día entrar en Dios y participar de su Vida para siempre.
 
Mientras tanto, es necesario dejarse forjar por Cristo. Asimilar su Palabra. Sintonizar con él. Meditar. Orar. Responder a su Gracia. Obrar lo bueno. Reconocerlo y desearlo en la fracción del Pan.
Porque todo esto hace a una verdadera preparación, y a una verdadera pre-adaptación para la hora definitiva.
No puedo entender ni podré percibir, directa o indirectamente a Dios, hoy o el último día de mi existencia, si vivo sumergido en el lodo de este mundo. Si no nutro mi vida con su Palabra. Si no vivo en la fe. Si no existo existiéndome con las consecuencias del creer. Y si no vivo en el amor…
 
“Lo reconocieron al partir el Pan…”, dice el evangelio.
Porque, si el creer nos alcanza el ardor, la brasa en el alma, nos será de algún modo connatural reconocerlo en el vivir, en la fraternidad compartida, y en el rito eucarístico.
Hoy, al comulgar, su amor nos restaure para continuar nuestro camino… Y un día sea el abrazo cara a cara… Sea nuestra su misma Gloria.
 

 

 

 
   

                      

 
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