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  Domingo XXXI
 
 


     
Quien conociéndonos, sin embargo, no nos rechaza.
(Homilía Domingo XXXI)

(Lc19,1-10)
Hay sorpresas felices. Hay eventos repentinos que nos transforman. Hay imprevistos que nos colman de bendición.
A veces, sin esperarlo, pueden visitarnos las buenas noticias, o puede Dios entrar en nosotros renovándonos; y de tal manera, que nos es posible sentir una inauguración en el alma…
Como una llegada fecunda de la gracia, un oasis en la estepa, un don inmerecido, pero digno de ser aceptado, y celebrado con burbujeante gozo.
Así, le sucedió a Zaqueo.
Tal vez, por curiosidad quiso ver a Jesús.
Tal vez, su baja estatura, le sirvió de excusa, para buscar un sitio en el cuál quedar, como escondido entre el ramaje, entre la fronda de aquella higuera, que le iba a servir de platea, especie de panóptico, para mirar sin ser visto.  Quizá, para seguir controlando, tal como lo tenía acostumbrado su infamado oficio de jefe de publicanos.
 
Jesús iba a pasar por allí… Estamos en Jericó.
Era esta una ciudad célebre. “La ciudad de la luna”, que eso significa Jericó.
La tomada por el legendario y bíblico Josué, sucesor de Moisés.
La más baja de la tierra (300 metros por debajo del nivel del mar); la más antigua que se conozca con población estable, seis mil años antes de Cristo, en pleno neolítico. Un oasis en el desierto…
Salomón adornaba su palacio, y el templo, con las rosas traídas de Jericó. Imaginemos huertas y palmeras, arboledas tupidas, y flores por doquier.
Este paraíso fue lugar de descanso del rey Herodes, el Grande, y regalo de bodas, de Marco Antonio a Cleopatra.
 
Por ahí, pasa Jesús… Atraviesa la ciudad, nos cuenta Lucas.
Y Zaqueo lo sabe. Y por un momento responde a una inspiración santa, y se decide a verlo.
Se olvida de sus empleados y de los accionistas, de las sumas que debía entregar al fisco, y de las maledicencias de sus compatriotas judíos.
El va al encuentro de ese llamado Mesías, descansando, por un momento, hasta de sus abusos, y fraudes, para con sus connacionales.
 
¡Qué importante es responder a las inspiraciones buenas del corazón!
¡Qué necesario es seguir esas corazonadas, que tienen a Dios como causa!
Porque eso hace Zaqueo: corre hacia Jesús. Lo quiere ver.
Él, que estaba privado por su oficio de todos los derechos cívicos y políticos judíos.
Él, que era llamado impuro por la secta dominante de los fariseos.
Él, que era considerado un traidor a la patria.
Él, se acerca…
Imaginen a un alto funcionario subido a un árbol… Porque Zaqueo era jefe. Y mandaba en una ciudad prestigiosa.
Allí se hacían grandes ganancias recaudando impuestos.
Era un lugar de tránsito, y servía de aduana de las caravanas de mercaderes entre la Palestina y la Transjordania.
 
 
Zaqueo quiere ver al afamado Jesús. Y trepa una higuera como un chico.
Zaqueo sube, pero será sorprendido…
Deberá bajar, para inaugurar una vida nueva. Le abrirá su casa y su corazón a Cristo. Se convertirá. Decidirá ser honesto. Querrá asimilar el don de la salvación.
 
Jesús lo había sacado de su puesto de observación, y lo había hecho hospedero de Dios, receptor de una alegría inédita: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy ha llegado la salvación a tu casa”.
¡Pero, qué alegría!
Nunca había escuchado su nombre así… Nunca lo había sentido con el timbre hermoso de la voz de Jesús. Con esa, la dulzura de quien conociéndonos, sin embargo, no nos rechaza.
Quizás, con sólo verlo, hubiese regresado contento. Quizás, hubiese sido suficiente. Pero no…
Dios le tenía reservada una dicha inédita. Un cambio feliz. Una santa novedad.
 
¿Y si nosotros nos elevamos buscando a Cristo?
¿Si lo buscamos con fervor de fe?
¿Y si lejos de sentir vergüenza, como Zaqueo, nos esforzamos para escucharlo en el transito de los días?
¿Y si lo recibimos en nuestras casas, y lo sentamos a nuestras mesas, y lo hacemos centro, y le dejamos que nos salve?
¿No habrá que subir, orando, a la rama más alta del alma, para que Jesús nos mire, y nos ordene qué hacer?

Nos libre Jesús de un cristianismo cómodo, sin fibra, sin esfuerzo, ni batalla, ni anhelo de santidad.
Así, como a Zaqueo le clavó su mirada, bajo la enramada de la higuera, así nos mire y movilice a darle, alma, vida, y corazón. Amén.

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