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  Domingo XXVI
 




La eternidad acaba siendo como el reverso del tiempo. (Homilía Domingo 26°)


(Lc16,19-31)
La parábola nos señala un caso, en el que la eternidad acaba siendo como el reverso del tiempo.
El rico termina pobre y el pobre rico.
En el tiempo, la riqueza vestía al rico, mientras la pobreza desnudaba al pobre.
Para el rico eran los espléndidos banquetes, para el pobre las desprendidas migajas.
Con el rico convivían las suaves sedas, con el pobre las llagas.
Pero a ambos le llegó lo más propio, lo ineludible de la condición humana, eso que no hace acepción de personas, lo inevitable: ambos fueron tocados por la muerte.
Y al morir amanecieron al ámbito de lo indomable.
Otro haría ahora de juez y repartidor de méritos.
Ahora, el pobre se enriquece a la derecha de Abraham, mientras el rico se empobrece en el oscuro y lejano hades, en medio de los tormentos y la ardiente sed.
¿Pero a quién le habla Jesús? ¿De dónde toma las imágenes de su parábola?
¿Y qué nos dice la parábola a nosotros hoy?

Primariamente, Lucas está reflejando, que la resurrección de Cristo no había convertido a los jefes de Israel.
El Sanedrín, los escribas y los fariseos, permanecieron adheridos a su indiferencia… A los sumo, en un momento, se decidieron a perseguir a los seguidores del Resucitado.
Como ricos satisfechos en sus lujos y orgullo, amigos de los privilegios y el apego de castas, acomodados y corruptos, las autoridades del templo en su infidelidad a Moisés y a los profetas, quedaron identificados para nuestro evangelista, con el rico Epulón de la parábola.
Este rico de sí mismo, ajeno al dolor de los otros, indiferente y menospreciador del pobre Cristo llagado, pone en evidencia, antes que nada, el destino de los que rechazan a Jesús.
Epulón no es un rico cualquiera, es el representante de las clases dirigentes judías. Y es, también, símbolo de todo hombre satisfecho de sí mismo, satisfecho en su baja humanidad, sin aspiraciones, ni ideales santos, ni apertura trascendente, ni búsqueda sagrada, ni interés por su origen y destino, ni asombro por el misterio de existir, ni mirada franca a la cara de la muerte, ni lugar para Dios.
Su banquete es el típico banquete mundano, tosco, grosero, rústico, vacío de gracia y sentido, carente de todo gozo espiritual.

Más bien, se trata del mero banquete para el vientre, sin auténtica fiesta ni verdadera comunión.
El rico Epulón acalla el hambre de Dios y sólo tiene registro de sí mismo.
Y así, lo percibimos en nuestra sociedad porteña.
Los valores “Rico Epulón” pululan, se multiplican, cubren las pantallas de nuestros televisores, computadoras, afiches publicitarios, vocinglerías radiales, despachos parlamentarios.
Los valores “Rico Epulón” van minando las raíces benditas de nuestra patria, las buenas costumbres, el sentido cristiano de la vida.
¿De qué están hechos estos, mejor llamados, anti-valores “Rico Epulón”? Placer inmediato, vivir para mí, aturdirme en las comilonas de los sentidos, cubrir con los colores estridentes de la falsedad, la propia indigencia.
 
Jesucristo con la parábola nos llama a la conversión.
Había utilizado, para construir esta parábola, elementos de la imaginería popular, extractos de relatos que circulaban en su tiempo, trozos probablemente, modificados en sus detalles, del Libro de los Muertos egipcio, que sabemos andaba de mano en mano en algunos ámbitos rabínicos.
Lo cierto es que Jesucristo, utilizando una temática popular, saca un llamado a la seriedad, una invitación al ajuste de vida de cara a él y la eternidad.
El mensaje de Jesús es: ¡ Conviértanse !
No se entretengan con su ego como el rico Epulón.
No malgasten los días de la vida.
Salgan de su mesa, y ábranla a los otros. Aprendan de Mí a ser hermanos.
 
Sólo una cultura superficial puede reírse socarronamente de la palabra infierno, o Gehenna; horno de fuego, abismo, tinieblas exteriores, estanque de fuego y azufre, fuego inextinguible, lugar de tormentos, lugar de llanto y rechinar de dientes… el tártaro, como lo llama el Apóstol Pedro, o la muerte segunda como enseña San Pablo.
Pero más allá de las imágenes arraigadas en la tradición judía, y de la polisemia abundante y poética de la Sagrada Escritura, se nos está revelando una verdad: que libremente podemos frustrarnos para siempre.
Que hay un fracaso del que no te va a hablar Tinelli, ni el gobierno de turno, ni el parlamento, ni las Naciones Unidas, ni Maradona, ni Wall Street. ¡Cristo es el que te habla de ese fracaso posible!
¡ Y Cristo no lo quiere! ¡Cristo te dice: sígueme!  ¡Cristo nos llama a ser de él!
A participar de su gran banquete de amor. Del Cielo como plenitud de ser, como vida colmada, como expansión inagotable de gozo en Dios.
Convertirnos es aquí, asemejarnos a Cristo en el despojo de nuestros egos, y hacer un hermano de todo sufriente. Amén.
 
 
   

                      

 
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