Todo lo creado termina. (Homilía Domingo XXXII)
(Lc20,34-38)
Todo lo creado termina…
Podemos percibir el desgaste de las cosas, los crecientes límites, la brevedad de nuestras vidas. Podemos, también, observar, que nuestro universo desmesurado, lleva la ley irreversible de la declinación, la disgregación, y el fin.
Todo lo creado termina…
Pero el Amor increado, el Dios Viviente, el Padre del big-bang y de Jesús, envío a Jesús, su Hijo, para que naciéramos por él a la vida sin fin; para que constituidos, por él, en hijos de Dios, venciéramos la muerte; para qué convertidos en nuevas criaturas, participáramos de la eterna bienaventuranza, de la Vida sin ocaso, ni límite, ni otra anchura, altura, extensión, y profundidad, que su Amor.
Por el don de Cristo, ya no podremos morir… seremos semejantes a los ángeles… hijos de la resurrección…
Hoy, como ayer, se pueden encontrar saduceos, en nuestros barrios, y entre nuestros legisladores, periodistas, profesores universitarios, taxistas, jueces, gremialistas, animadores de televisión.
Se trata de los nuevos saduceos: los negadores de la resurrección.
El evangelio de hoy nos narra cómo alguno de ellos se acercaron a Jesús para presentarle un caso que, de por sí, los delata.
Eran los más conservadores entre los judíos del tiempo de Jesús.
Pretendiendo ser descendientes del legendario sacerdote Sadoc, habían aparecido con fuerza dos siglos antes de Cristo, distinguiéndose por su posición social, el dominio de los negocios del templo, la pertenencia a las familias tradicionales y más aristocráticas de Jerusalén.
Instalados en su riqueza, sólo vivían para defender sus privilegios de casta, de elite amiga de los romanos, con un culto puramente exterior, sin fibra verdadera, con adhesión sólo a los cinco primeros libros de la Biblia: el Pentateuco.
Con semejante comodidad, no aspiraban a ningún futuro trascendente. Se conformaban, como nuestros saduceos de hoy, con los efímeros placeres mundanales, la descendencia, la buena vida de instalados, sin anhelos, ni asomo al misterio, ni esperanza.
Simplemente vivían para morir.
Cristo viene a abrir el Reino de los cielos a los mortales.
En Cristo se inaugura nuestro futuro absoluto de Vida plena.
Por la comunión de amor y fe con él, el cristiano trasciende los límites de lo creado, y los límites que parecían infranqueables de la misma muerte.
Todo pobre, todo hambriento, todo necesitado, injuriado, enfermo, acosado por las penurias y fatigas de la existencia, al escuchar a Cristo vibraría de esperanza, en un Israel rancio, con autoridades enquistadas en el poder, idólatras del dinero, amigos del menosprecio, o del sin-sentido final de todo, como nuestros ricos saduceos.
Para un saduceo la existencia sólo quedaba justificada, si se dejaba la semilla de sí mismo en la descendencia, en la prolongación de los hijos. Y por eso veían como pecado la soltería, o castigo por el pecado a la esterilidad.
Pero no será la continuación natural, la descendencia aristocrática, el levirato, la prolongación superviviente en los hijos y los nietos, la bendición justificadora de la existencia, sino Cristo por quien somos hijos de la resurrección.
Dios es Vida. Y crea para la Vida. La Vida que se nos ofrece en su Hijo, en quien fuimos hechos hijos suyos.
¡Qué felicidad ser de Cristo!
Saber que vivimos para vivir. Que la Vida es la fuente y el fin de todo. Que todo procede de Dios, informado por el amor, su amor que es invencible.
Podemos afirmar que creemos en las palabras de Cristo:
“ Yo Soy la Resurrección y la Vida,
el que cree en mí, aunque muera vivirá ”.
Y, también podemos decir, que nuestra certeza es el amor…