Heredero de todos sus bienes. (Homilía Fiesta del Bautismo del Señor)
Hay una agua que se ha dejado inflamar por el Espíritu Santo... Un agua a la que Dios nutrió de un poder tal, que al emerger cualquier mortal de ella, ya no puede ser lo que era, ya no puede quedar atrapado fatalmente entre los límites del pecado y de la muerte, pues, en verdad ha dejado de ser un mero mortal, y ha renacido.
Hay una agua que por el poder de Dios nos introduce en una esfera enteramente sobrenatural, infundiéndonos la misma Vida de Dios, el germen de eternidad, la fe y la pertenencia a Cristo y a su Iglesia.
¡Feliz todo bautizado!
El que ha renacido del agua y del Espíritu es una nueva criatura. Se ha convertido en hijo de Dios, y heredero de todos sus bienes.
Aquella frescura inicial que nos viniera por el agua y el poder amoroso de Dios, aquella fecundidad primaria, aquel comienzo como cristianos, pide siempre una actualización.
Cuando queremos ser fieles, y crecer en gracia, y testimoniar lo que creemos y esperamos, estamos intentando actualizar nuestro bautismo.
Poner en acto toda su potencialidad. Una potencialidad que no tiene límite, pues se trata de asemejarnos a Cristo, al infinito Jesús, que ha dicho:
“Sean perfectos, como el Padre celestial es perfecto”.
En el bautismo somos sumergidos…
Y todo el estado de muerte de la criatura, todos su infranqueables límites, reciben entonces la gracia fecunda, redentora, revitalizadora de la Santísima Trinidad, por los méritos de Jesús.
Dios arrasa con lo que se opone a Dios…
Aunque esto necesitará, luego, de nuestra libre colaboración, nuestro sí actualizador, nuestra entrega libre… sobre todo a la hora de nuestra muerte, que vendrá a ser como nuestro bautismo existencial, ya no ritual, cuando nos sumerjamos en lo indomable, y debamos unirnos en la fe a Jesús, para morir con él, y con él resucitar.
Cristo muriendo en la cruz, se sumerge en los abismos de la muerte, entra en los territorios que parecían impenetrables e invencibles.
Cristo recibe el bautismo de muerte y resucita, inaugurando, así, lo definitivo de una Vida nueva, Santa, enteramente Trascendente, Sobrenatural, eterna, y gloriosa en el amor.
El tiempo de Navidad concluye hoy con el bautismo del Señor, como si se nos invitara a ver los frutos de la Encarnación.
Cristo ha venido a rescatarnos. A darnos la Vida eterna.
El Emmanuel que había aparecido en lo secreto e íntimo de la noche santa, en la apartada gruta de Belén, y lejos del bullicio de las grandes ciudades, y de las curiosidades de los frívolos, ahora queda expuesto en las aguas del Jordán, en medio de las multitudes, y señalado como el Santo, el Hijo muy querido de Dios, sobre el que se posa toda la unción divina.
Y porque él es el Predilecto de Dios, todos somos en él, también, elegidos y muy amados.
Porque él abre las puertas de la muerte, nosotros podemos pasar por él como por un puente a la Vida de Dios.
Porque él es el Hijo de Dios, para quien todo fue creado, en nuestro renacimiento bautismal, comenzamos a ser sus hermanos.
Cristo ha nacido para que renaciéramos…
Y eso ha sucedido en una pila bautismal en la Santa Iglesia Católica.
¡Veamos la dignidad que se nos ha regalado!
En medio de las más disparatadas propuestas pseudo religiosas, y las exhumadas mitologías que no salvan; en medio de lamentables y populares adivinos, tarotistas, horóscopos, profecías mayas, y avistadores de extraterrestres; en medio de la confusión, las mentiras, y el expolio a la verdadera fe:
¡Veamos la dignidad de ser Católicos!
¡La Gloria de ser bautizados!
¡El esplendor de ser de Cristo: El Camino, la Verdad, y la Vida!
Amén.