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  I Domingo de Cuaresma
 



No solo de pan vive el hombre... (Homilía 1er Domingo de Cuaresma)

El Espíritu puede llevarnos al desierto… Israel y Jesús lo conocieron como el ámbito de la prueba. Allí el antiguo pueblo de Dios sintió la tentación de la rebeldía, y fue animado por la queja. Para Jesús fue la ocasión que lo enfrentó al diablo y a sus invariables seducciones.
En el desierto es probada la fidelidad y el temple. A él le corresponde escrutar la lealtad y la capacidad de amor, el fuego del corazón y la constancia.

La cuaresma se nos ofrece como un tiempo, y un escenario de purificación. Como pasos de penitencia. Como un tramo de vida para convertirnos. Como un trecho de desierto, en el cual mostrar a Dios que le amamos con íntegra fidelidad.
Y así, comenzábamos esta cuarentena de austeridades llevando ceniza en nuestras cabezas, en signo de arrepentimiento, y como marca de fragilidad e impotencia: la incapacidad para salvarnos por nuestras solas fuerzas.
Decía Job: “Por eso me retracto, y me arrepiento en el polvo y la ceniza”.
Jesús sentirá hambre en el desierto. Jesús será tentado de hacer del poder divino un juego o una magia. Jesús soportará la soberbia de Satanás, su perverso deseo de inversión, de tergiversación: el don y dominio del mundo a cambio de ser adorado.

También, la serpiente ronda y miente según el relato mitopoiético del Génesis. Ahí, vemos, un ónfalo, un centro que exhibe un árbol de conocimiento, una vertical que une los mundos de arriba y de abajo; símbolo que habla de una posibilidad: adueñarse de los frutos del árbol para poseer lo divino y lo terrenal, para llegar así a ser como dioses.
Aquí está lo esencial: todo hombre por ser hombre está inclinado a declararse independiente, autónomo, autosuficiente. Tiende a querer adquirir la ciencia del bien y del mal. Es decir, a comer el fruto prohibido, y así, decidir él qué es lo bueno y lo malo, decidir él erigiéndose en señor de la vida y de la muerte, en un falso dios.

No querer subordinarse a nadie. No buscar la felicidad fuera de sí mismo y de lo ofrecido por el mundo natural es la tentación primordial y madre de todas las tentaciones. Y esta es la ineludible condición, la situación de pecado del hombre: No salir de sí mismo. Conformarse con su naturaleza y creer que ella puede darle la felicidad.
“Mira que en la culpa nací, pecador me concibió mi madre”, dice el salmista.
 
De esta dramática situación no sale el hombre por sus fuerzas. Porque el hombre no se basta a sí mismo, ni está constituído para encerrarse en su naturaleza, sino que está llamado a abrirse a Dios su creador, y a su Redentor Jesucristo, por quién sí se accede a la vida plena, trascendente, y santa, con el don de su gracia, esa gracia que nos conquistó en otro árbol: el de la cruz.
Divinizar la naturaleza o a sí mismo es polvo y ruina. Aceptar a Jesucristo como camino de divinización, y verdadero Dios y hombre verdadero, es la salvación. La única salvación.
Por eso, es el cristianismo el que plantea con la verdad, la opción radical entre Dios o la naturaleza.
Y será Jesús, en el desierto, el que nos dará el ejemplar modo de elegir lo trascendente, feliz, y plenificador.

“No sólo de pan vive el hombre”, dirá, aún con hambre…

“No tentarás al Señor, tu Dios”, dirá, desde la cornisa…

“Adorarás al Señor, tu Dios, y sólo a él rendirás culto”, dirá a los idólatras.
Jesús obedece al Padre. Vence en las tentaciones con el poder y la fidelidad a la Palabra. Nos enseña a afirmarnos en la verdad revelada, y a elegir al Dios verdadero y trascendente.
Él nos invita a rechazar al tentador que promete saciarnos con lo meramente natural para olvidarnos de Dios. El que nos promete la felicidad en esta vida como si fuera eterna. El que presenta el goce y la comodidad egoísta como fin de la existencia, para dejar a tantos abandonados en el dolor y la indiferencia.

Hubo un hombre, del todo querido por mí, que criticaba al cientificismo de su época, a la idolatría del microscopio. Ese hombre, Kierkegaard, también le hablaba a la cristiandad reclamándole mayor interioridad, exigiéndole la salida de la dispersión, y la entrada en el imperativo de la decisión ante Cristo. Y decía, que era preciso “llegar a ser cristianos”.
Así sea.
 
 
 
   

                      

 
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