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  Domingo I Tiempo ordinario
 




                                    
Las Aguas del Jordán lo reciben



Ah!, nuestro Dios peregrino… El Emmanuel andando los caminos del hombre… Siempre en movimiento… como el amor, siempre bendiciendo. Así, lo vemos llegar desde la Galilea al Jordán; trazando los gestos de la misericordia, asegurando que sin humildad, sin obediencia humilde, no se podrá reconocer al Dios verdadero, al Dios viviente que salvará con su Cristo.
 
Las aguas del Jordán lo reciben. El río no sabe que Dios se moja en su cauce. Y no lo saben los peregrinos que se acercan a sus orillas buscando purificación. Anhelando hallar con el arrepentimiento, la debida disposición para recibir al Mesías, al esperado de los siglos, al liberador de Israel, al Ungido de la estirpe de David.
Juan lo reconocerá:
“Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!”.
Como Juan, nosotros necesitamos obedecerle al Cristo.
No cuentan nuestros razonamientos fríos, nuestros cálculos, nuestras especulaciones. Sólo la obediencia manifiesta a Dios. Sólo el humilde sí al Ungido. Sólo la obediencia a la Palabra abre el cielo. Sólo el amén amoroso desata lo inédito y salvífico, lo santo, lo divino, la abundancia de la gracia.
Juan obedece… Bautiza al autor del bautismo… No agrega quejas, ni hace piquetes de creyente. No formula su sensatez como una barricada, no se pone necio, no opera una insurrección.
Un hombre bautiza a Dios… Y está bien. Porque Dios lo pide. Porque Dios sabe. Porque Dios es Dios. Porque el Amor no se equivoca.
 
La obediencia de Juan trae una teofanía al Jordán.
En aquel momento se abrieron los cielos, se vio al Espíritu de Dios descender como una paloma hacia Jesús,, y se oyó la voz del Padre señalando a ese Hijo suyo, como el digno de toda predilección.
La obediencia al Santo, vemos, trae el bien, mueve el cielo, reúne, manifiesta la Verdad.
 
El Cristo que se evidencia enviado al ser bautizado en el Jordán, saldrá de las aguas para lanzarse en todas las direcciones de su Palestina, como Palabra y gesto salvador.
Cristo peregrino. Emmanuel por los caminos de los pecadores. Cristo hermano andariego, que sólo quedará detenido en la cruz. Fijado. Quieto por amor. Estacionado para matar la muerte muriendo. Para regalar la Vida resucitando. Esa Vida, que vos y yo, recibimos en el bautismo. Vida que hemos de dejarla ser, crecer, expandirse… hasta la hora del abrazo sin ocaso, de la aceptación, de la plenitud, de la fiesta sin duelos.
 
Contemplemos esa hermosa cabeza divina, inclinada humildemente ante las manos de un hombre…
Contemplemos esa cabellera mojada.
Contemplemos a ese Cristo obediente.
Llegará el día en que otras manos, no trémulas de agua, sino duras y burlescas, clavarán una corona de espinas en su carne… y Cristo sufrirá, asimilará el dolor cerrando los ojos… y volverá a decir “hágase”.
Porque el amor, su amor obediente querrá lavarnos. Y porque sin el baño de su sangre no habría perdón, ni Vida nueva, ni Cielo, ni acceso a Dios para nosotros.
 
El bautismo nos hace nuevas criaturas, hijos de Dios, y herederos de la vida eterna… El bautismo es nuestro sumergirnos en Cristo… Es nuestra participación en su Pascua redentora… Es el renacimiento a la Vida verdadera, por el don de su sacrificio, por su obediente entrega, por su inmolación de amor.
 
No olvides tu dignidad cristiano… Ni la fuerza del amor cuando obedece. Amén.
 
 
 
 

 
 
   

                      

 
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