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  Domingo III
 



Roten hacia el Dios Vivo (Homilía Domingo III, Tiempo ordinario)

Una Luz se levanta en la bella Galilea…
El Dios viviente viene a iluminar, ha sacarnos de las oscuras regiones de la muerte, ha volcarnos hacia la claridad de su Mesías, hacia su Sol de justicia, su Hijo de predilección, su Luz de Luz, su Jesús...
Y será Cafarnaúm, junto al mar de Galilea, la morada, el asentamiento, desde dónde Jesús se lanzará por los caminos de la Palestina.
Allí, levantará a Mateo de su mesa de recaudación. Allí levantará a Pedro y a Andrés para hacerlos pescadores de hombres. Allí predicará en la sinagoga de la ciudad, para deslumbrar a muchos.
Y será, desde allí, que saldrá al encuentro de los pecadores, y de los no pocos paganos, desde ese norte de la Palestina, aún lejos de Jerusalén, y del judaísmo oficial y ortodoxo del templo.
El primer encuentro de Jesús, ya en su vida pública, será, entonces, con la gente sencilla, los trabajadores, los galileos imperfectos, los confundidos de las tierras de Zabulón y Neftalí.
Pero a ellos, como a nosotros, Jesús nos dirá: “Conviértanse”…
Es la impecable autoridad del Elegido la que habla… El Cristo nos dice que su Reino está cerca. Y esa cercanía bendice y transforma. Salva. Renueva. Restaura. Y pide cambiar.
 
“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”, dice el Hijo de la revestida de sol.
Como si dijera:
Roten hacia el Dios vivo. Giren hacia el que no defrauda. Doblen las intenciones hacia Aquel que trae el perdón. Entren en la Palabra que vino a buscar lo que estaba perdido. Abísmense en el Corazón del Buen Pastor que da su Vida por el rebaño. Arriésguense en dirección del Gozo verdadero. Cambien las migajas del mundo, por los tesoros de la Gracia. Suban las laderas de las virtudes sobrenaturales.
 
Porque la conversión no nos dejará en un páramo desértico. No nos arrojará a una “soledad poblada de aullidos”. No nos abrirá la fosa como una trampa.
La conversión evangeliza. Y en toda evangelización, vemos cómo emergen los frutos de la madurez espiritual. Cómo se purifica el corazón de sus vicios e imperfecciones. Cómo la directriz del amor se vuelve más estable. Cómo se acrecienta la fe.. Y cómo las tendencias al bien se tornan menos tibias.
 
La misma cercanía de Cristo motiva la conversión…
Esta cercanía, atendida con fe y amor verdaderos, alienta al cambio, mueve a la imitación, desmonta criterios y posturas mundanas.
Cierto es, que la conversión no se da de una vez para siempre. Más bien se resuelve en un proceso misterioso, de inter-actuación, entre la propia libertad y la Gracia divina.
Trámite personalísimo, único e irrepetible en cada hijo de Dios. Experiencia corta o larga, por la cuál, Dios busca asimilarnos a su Cristo, para mayor Gloria suya, y mayor bien nuestro.
 
El amor intacto de Cristo en la Cruz, la belleza de su mansa mirada, el brío, la fuerza de su Corazón latiendo de perdón en aquel monte de la Calavera…
La misericordia brotando del costado abierto, como si la lanza que abriera el Corazón de Dios, liberara, a su vez, las ataduras del corazón del soldado… Todo eso es llamado a la conversión, en una época de extravíos alienantes sin precedentes. Tiempos de vida virtual, indiferencia manifiesta, truhanerías aceptadas por consenso, y ríos de heridas sin consolar.
Porque, también, nos convertimos, entrando en Dios por las heridas del prójimo. Compartiendo sus angustias. Cuidando a los débiles de los lobos. Y ejercitando la paciencia, que engendra la dulzura espiritual, que afirma la mansedumbre, como hábito feliz de vida.
 
Isaías había visto una gran Luz levantándose en la Galilea…
Y Cristo es esa Luz. Y su Reino viene a iluminarnos en esta Eucaristía.
Convertirse es vivir como hijos de la luz.
 
San Rafael Arnaiz le escribía en carta a su tío:
“Sólo sé decirte que todo es Dios, que todo es Jesús en una vida entregada a El…” Amén.

 
   

                      

 
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