El Don de Su Pascua. (Homilía VI tiempo Pascual)
Nuestra vocación profunda es vivir en Dios para siempre. Participar de la misma vida divina. “Ser” amor.
Por eso Cristo se nos ofrece como camino. Por eso nos alienta con la verdad que lleva a la Vida incorruptible. Por eso nos dice en su sermón del monte: “Sean perfectos como el Padre Celestial es perfecto”.
El llamado de Dios en Cristo no es para guardarse la vida, ni para esconder el talento recibido, ni para acumular en graneros, ni para acomodarse en el mero disfrutar, ni para eludir los grandes interrogantes, ni para instalarse en el mortal reino de la tierra.
Dios nos llama al éxtasis…
Es decir, nos llama a salir de nuestro encierro natural por el ejercicio de la fe, y a caminar con la esperanza de vencer la muerte.
Nos llama a trascender.
También nos asegura Dios, que por vía del amor, transfundidos de una caridad celestial, maduros en el habito del darnos, nos vamos preparando para el salto, para el acceso a la morada futura, para el cruce a lo ilimitado, incorruptible, excesivo, hoy, para nuestra débil imaginación.
Felizmente se nos ha revelado, que para amar como Cristo nos ama, y poder participar de sus méritos, necesitamos de una ayuda imprescindible, de un Abogado, de un transformador, del don de su Pascua: el Espíritu Santo.
”Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito, para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce”.
Como queda claro, hay que ser de Cristo para recibir el Espíritu Santo, que capacita para amar de modo más perfecto, acompañándonos en nuestro peregrinar, y haciéndonos capaces de la herencia eterna.
El que ama a Cristo lleva el Espíritu Santo en él. Al que lleva el Espíritu Santo, Cristo se le manifiesta. Al que se le manifiesta Cristo, haciéndolo uno con él, honra al Padre.
Y el que ama a Cristo realiza las obras de Cristo. Tiene sus mismos sentimientos. No se acomoda a este mundo…
Porque cuando se ama, se busca agradar al Amado. Y si el Amado es Cristo, en él estarán todos los hombres. Al prójimo, al herido del camino, y al que me desprecia no los encuentro fuera de Cristo, si me dejo poseer por el Espíritu Santo.
Por eso, en el amor hay siempre un éxtasis... Como una salida de sí. Y sin esa salida de sí no hay amor verdadero.
Cuando amamos cristianamente, como hombre nuevos, estamos respondiendo a un mandato que nos excede, que está por encima de lo simpático, y por encima de nuestras fuerzas, y más allá de lo retributivo, y más allá del placer.
No se ama cristianamente sin la ayuda del Espíritu Santo.
Y el Espíritu Santo se nos ha prometido como efusión, para perfeccionarnos en el amor que conduce al encuentro definitivo con Dios.
¿Cómo podría con las solas fuerzas naturales y mundanas hacer que antes que mi libertad esté el otro? ¿Cómo se sustentaría toda una vida en ese sacrificio sin la ayuda de lo alto?
¿Y cómo podríamos renacer a la Vida eterna, infinita y divina, para siempre, si no sabemos amar, si no hemos amado, si nos hemos conformado sólo con saludar al que me saluda, bendecir al que me bendice, ayudar al que me ayuda?
El Cielo no está hecho a la medida de mi pequeño y egoísta yo.
Necesito, por eso, de un ensanchamiento del corazón, de una extensión de su capacidad, de un acrecentamiento de su volumen amoroso.
Y esa es, precisamente, la obra santificadora del Espíritu.
Y eso es lo que nos deslumbra en la vida de los santos…
Fuimos hechos para una “divinización”, y todo lo que nos aloje e instale en una mera vida humana y mundanal, nos traerá una sombra de insatisfacción, una permanente y sorda inquietud, como si adivináramos que estamos desaprovechando el don de ser cristianos.
“Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu”, había escuchado Nicodemo de labios de Jesús.
Uno que “estará a nuestro lado”, nos prometió Jesús antes de su Pascua. A ese hay que invocar. Es el Espíritu Santo Dios. De él procede el consejo y la fuerza, el entendimiento y la piedad.
Ese Espíritu Santo es el que transforma nuestro querer raquítico en un océano de caridad. Él es el que despliega nuestro pequeño entender hasta la hondura del abismo de Dios comunicándonos sabiduría. Él es el que nos vigoriza con una fortaleza conmovedora a veces, para que testimoniemos a Cristo desapegados de nosotros mismos.
Desde luego este Santo Espíritu no obra sin nosotros, sin nuestra apertura a sus mociones, sin nuestra libertad.
Y desde ya que no puedo amar lo que no conozco, ni puedo conocer bien lo que no amo.
Hoy queremos disponernos a su acción santa. No dilatar el encuentro. No dejar para mañana el cumplimiento de sus inspiraciones. Agradecer.
¿Porque qué son todas las grandezas de la tierra comparadas con un alma en gracia?
Hoy, lo invocamos a aquel que nos hace hermanos de Cristo y coherederos con él.
¡Ven Espíritu Santo! ¡Ven!