El que Cree en Jesucristo, anda en Esperanza (Homilía Domingo XXXII )
Un hombre de fe conoce lo más importante, lo único necesario. Conoce a Dios. Conoce lo que el Dios verdadero le promete, le pide y le ofrece.
Dios mismo se lo ha revelado. Y así, conoce espléndidamente de dónde viene, y hacia dónde va.
Un hombre de fe lleva la mayor dicha. Tiene futuro. No un mañana natural que se marchita, sino un mañana trascendente.
El que cree en Jesucristo anda en esperanza. Su fe le abre la visión del Cielo. La superación de la muerte. La entrada en la Vida de Dios. La participación en el banquete, en la fiesta, en la celebración feliz junto a los redimidos por el Cordero, el Cristo Redentor, el Esposo de la Iglesia.
Sin embargo, no basta conocer la verdad. Pues uno puede contradecir la verdad que cree y profesa.
Podemos no vivir de acuerdo con la fe. O vivir la fe tibiamente. O desecharla en las pruebas.
Podemos tanto ser fieles como apostatas. Crecer en gracia como renegar de la Iglesia. Ser sabios y previsores, o necios, superficiales, e imprudentes.
De eso nos habla Jesús en esta parábola…
¿Cómo velamos, cómo aguardamos al Señor que está llegando, cómo lo esperamos, con cuál lámpara de fe y llama de amor?
Usa Jesús, para hablarnos de su venida, la imagen bien conocida de la boda judía de su tiempo, cuando las familias se fundaban en el matrimonio entre un varón y una mujer, y era un acontecimiento social relevante, que agrandaba la parentela, que entronizaba a la joven virgen para ser madre, y al varón para que oficiara de protector del nuevo núcleo familiar.
Y se hacía fiesta. Y la boda duraba días. Boda que, en su etimología, revela el sentido casi perdido hoy de voto, porque boda en latín se dice vota, de donde deriva voto, promesa, pacto, entrega sellada por ambos, y aceptada por Dios, y por eso indisoluble.
En-lace. Es decir, unión por lazos fuertes. Lazos que, en cristiano, sólo la muerte puede romper.
La alegría de las bodas judías era participada por todo el pueblo o aldea. Y por eso se elegían épocas propicias, como la primavera o el verano para efectuarlas, con largos preparativos, y con la colaboración de todos.
Después de las jornadas de trabajo, y llegada la noche, se reiniciaba la fiesta cada día, a la luz de las antorchas o lámparas de aceite.
El cortejo de la novia esperaba, entonces, con sus lámparas encendidas la llegada del novio, venido para conducir a su mujer a la nueva casa.
Nos dice Jesús que, así, llegará él, como Señor, como Amigo y Juez de nuestras vidas, a la hora que no conocemos, y al final de los tiempos.
Y nos dice que hay que velar… Estar prevenidos. Y ser prudentes, porque la luz que haya en el corazón dependerá del aceite de mi fe. Y, “si la luz que hay en ustedes se oscurece, cuánta oscuridad habrá”, dice Cristo.
Y dice, también, con mayor seriedad: “Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”.
La prudencia es la que encauza las acciones humanas hacia la buena meta. La prudencia implica previsión, forma parte de la razón práctica, aplica los conocimientos tomando en cuenta la experiencia, conduce proponiendo los medios adecuados para obrar con justicia, fortaleza o templanza.
La prudencia natural es la que ordena la marcha. Y eso implica una cierta madurez.
Así de necesario resulta educar a los niños y a los jóvenes en esta virtud.
Pero hay, también, una prudencia sobrenatural, que infunde Dios en el alma, y es por esta necesaria gracia de Dios que somos conducidos divinamente a la feliz fiesta del cielo.
Siempre y cuando no nos durmamos. Y no desperdiciamos los medios que Dios ofrece. Y no nos volvamos necios e imprudentes.
Como decía San Juan de la Cruz:
“No hacer cosa ni decir palabra, que no dijera o hiciera Cristo, si estuviera en el estado que estoy yo, y tuviera la edad y salud que yo tengo”.
En fin, se trata de velar con fe y amor hasta que él vuelva. Amén.