El Paráclito llega con dones (Homilía Domingo de Pentecostés)
En la intimidad del cenáculo suena por primera vez una palabra: Paráclito. Así, Jesús, en un largo y conmovedor discurso, nos presenta “al dador de Vida”, el “Espíritu de la Verdad”, “el que viene en nuestra ayuda”, el que debía dársenos para que esté siempre con nosotros, el santo Abogado defensor, el Espíritu Santo Dios que llegaría como una efusión después de la ascensión de Cristo al Cielo.
Este derramamiento feliz movió a la iglesia reunida en oración el día de Pentecostés.
La Pascua de Jesús culminó en esta efusión de Vida, Vida divina, Fuego santo, Viento renovador.
Cincuenta días después de la Pascua, aquellos hombres participaron de este ruah, de esta respiración de Dios, de este soplo vital, que sigue siendo infundido en cada hombre el día de su bautismo, haciéndolo, así, renacer a la Vida incorruptible, y convirtiéndolo en un cristiano, en un ser nuevo, en un hijo de Dios y morada del Cielo.
Este feliz baño de gracia está asegurado desde el santo día del bautismo, a manera de fuente, manantial, o río de agua viva, donde abrevar y beber la Sabiduría que procede de lo alto, donde adquirir el consejo que conduzca nuestras vidas, donde absorber la fuerza y la santificación como creyentes.
Es esta la efusión que nos irá recorriendo como agua fecundante y rejuvenecedora a lo largo de toda nuestra vida. Agua que batallará contra las sequías del hombre viejo. Agua que nos liberará de toda sed esclavizante. Agua que nos vigorizará para el anuncio, para ser testigos de Jesús en el mundo.
Pentecostés había sido para los judíos, aquella antigua celebración agraria del final de las cosechas, con la que conmemoraban la entrega de la Ley a Moisés en el Sinaí.
Pero para los cristianos comenzaría a ser la fiesta de la libertad de los hijos de Dios, de los movidos por el Espíritu, los infundidos de Vida, los hechos raza de Dios, pueblo sacerdotal, nación santa, luz del mundo y sal de la tierra.
Probablemente, en un cenáculo silencioso, reunidos en la sala grande, María Santísima y los Apóstoles oraban ensimismados, hasta el momento en que alguien, abriendo un rollo, leyó la Santa Escritura a la luz de la lámpara.
Mientras todos meditaban relucía el rostro de la Virgen…
Como la verdadera rosa mística, seguramente ella adivinó al que se aproximaba. Pués sólo ella podía haber anticipado y reconocido al que llegaba: el Espíritu Santo Dios.
Mientras los Apóstoles la miran con callada atención, y el recogimiento de María conmovía a todos, surgió el sonido armónico de un viento, un alud de vibraciones crecientes, que se propagaba por toda la casa, que hacía tintinear las lámparas, a la vez que encendía de amor y claridad los corazones de los Apóstoles.
Todos se alzaron bajo ese fragor hermoso. Todos levantaron sus brazos: es el Espíritu Santo que ha llegado y los penetra, y los abraza con fuego nuevo, y los bendice con la alegría.
Así, quizás, llenos del Espíritu Santo se animaron unos a otros, y se dijeron: ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos a predicar al Señor!
Mientras tanto, ya se habían agolpado en el lugar, atraídos por el estrépito, los habitantes de Jerusalén venidos de todas partes, de diferentes tierras, quienes comenzaron a escuchar hablar a los Apóstoles cada uno en su propia lengua.
¡Dios era glorificado!
Y Pedro les recordaría lo anunciado por el profeta Joel. No estaban ebrios, sino llenos del Espíritu Santo, que les regalaba el poder anunciar a Cristo sin miedo, y en todas las lenguas, expresándose así el carácter universal de la salvación, y la marca de nuestro Espíritu Santo Dios: hacer la unidad en la diversidad.
El entusiasmo, el empuje, la fuerza del cristiano brotan de este manantial perenne del Espíritu. El es la Fuente.
No es una fórmula seca, ni un frío precepto, ni una rúbrica estéril, quienes nos guían en nuestro peregrinar como cristianos, sino el Espíritu Santo Dios, que anima nuestras vidas, como alma de nuestras almas, inspirándonos el abandono de las tibiezas, el amor a lo más grande, el sacrificio por los otros, la construcción de la paz.
Como dice el Apóstol San Pablo.
“-Dios ha preparado para los que lo aman,
cosas que nadie ha visto ni oído,
y ni siquiera pensado-.
Éstas son las cosas que Dios nos ha hecho conocer por medio del Espíritu, pues el Espíritu lo examina todo, hasta las cosas más profundas de Dios”.
El Paráclito glorifica a Jesús. Actualiza su enseñanza: “El les enseñará todo, les recordará todo lo que yo les he dicho”, sentencia Jesús. Y agrega: “Él tomará de lo mío y se los dará”.
Es decir, nos revelará la Verdad, hasta el último día de la historia, y la defenderá en nosotros y con nosotros, enfrentando al pecado de incredulidad, y al Príncipe de este mundo que ya está condenado.
El Paráclito llega con dones, y se manifiesta con frutos y carismas…
Hay que invocarlo. Hay que amarlo. Hay que darle el debido culto.
En su carta a los romanos, San Pablo nos dice que “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios… ”.
Y por esto mismo, estamos llamados a vivir de acuerdo con esta nueva y feliz condición.
San Pablo agrega en su carta a los Romanos:
“Hermanos, nosotros no somos deudores de la carne, para vivir de una manera carnal… ustedes no están animado por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes.
El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo”.
Hoy pedimos este rocío de Gracia. Esta santa efusión. Este riego renovador.
Con el Apóstol nos recordamos las palabras dadas a lo Gálatas, evangelizados alrededor del año 50:
“Se sabe muy bien cuáles son las obras de la carne:
Fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencia, ambiciones y discordias, sectarismos, disensiones y envidias, ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza… Por el contrario, el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia… Si vivimos animados por el espíritu, dejémonos también conducir por él”.
Ven Espíritu Santo. Ven. Amén.