Cerca del año 70 de nuestra era, Juan Marcos, discípulo del Apóstol Pedro ponía por escrito este Evangelio, que se abre con la llana proclamación de Jesús como Mesías, Hijo de Dios, portador de la Buena Noticia, y dador de un bautismo que es un verdadero renacimiento.
Pero este Cristo, el de la primera venida, no llega abruptamente, sorprendiendo como un ladrón, sino que se deja anunciar.
El pueblo de Israel llevaba siglos de espera. Centurias de avisos, y de sentencias, y de noticias, y de profetas.
Pero llegado el tiempo propicio, Dios envió a su último mensajero, al anunciador inmediato, al insobornable Juan Bautista, que apostado a orillas del Jordán, calaba hondo en las almas, preparándolas con voz de desierto, con austeridad, con ejemplo humilde, y con un rito bautismal de conversión, que disponía a las gentes, animándolas a recibir al Bendito que estaba llegando, al Mesías Salvador.
Cambiar. Eso pedía Juan. Cambiar. Convertirse. Dejar el estado que se traía y abrirse en expectativa al Ungido que estaba llegando, al Cristo que traía la Vida, la dádiva celeste, aquello que en su exceso es de otro orden y no se puede conquistar, ni comprar, ni robar, que sólo se puede recibir, y que se recibe cuando hay un corazón preparado, purificado, libre de autoengaños, vacío de superficialidades, y dispuesto a no pecar.
Juan pedía cambiar. Pedía que pasaran de la tibia vida que llevaban a la vigorosa esperanza en el Mesías. Y lo hacía bautizando con agua.Su bautismo era camino. Ponía en vilo. Abría expectativas. Pero carecía de la fuerza para una auténtica y profunda transformación.
Pues, si el bautismo de conversión de Juan era camino, lo era en dirección al salto que sólo Cristo podía y quería hacernos dar.“Tengo que recibir un bautismo, dirá Jesús, y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente”.
Porque será Cristo el que tendrá el bautismo iniciático y transformador, su Pascua, bautismo en el cuál todos hallaríamos la Vida Nueva.
Cristo entrará en la muerte, se sumergirá en sus misteriosas profundidades, para surgir vivo, para dejarla muerta a la muerte. Vencida. Terminada.Y nosotros, y todos los cristianos de ayer, de hoy, y de siempre, por eso, ya no recibimos un bautismo de mera agua y preparación, sino una participación en la muerte y resurrección de Cristo, en quien somos constituidos como nuevas criaturas, hijos de Dios, y herederos de la Vida eterna.
¿Pero cuántas veces esa Vida en Cristo recibida el día de nuestro bautismo la descuidamos, la maltratamos, la olvidamos, la abandonamos?
Porque cierto es que aflojamos en esta o en aquella virtud. O nos hemos entretenido con tales superficialidades, esas que cansan el corazón.
O dejamos de rezar con amor, o de cuidarnos de no ofender a Dios, o de confesarnos como lo hacíamos.
O, tal vez, dejamos de consolar a los que sufren cerca nuestro, o preferimos la arrogancia a la humildad.
Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo de adviento. Para ordenar, limpiar, pacificar el corazón.
Porque está llegando el Mesías. El Cristo a quien el Bautista no era digno de desatarle las correas de sus sandalias.
El Predilecto. El que amándonos nos invita a la conversión.
No dudo que nos querrá encontrar más niños, nuestro Jesús. Más pequeños. Con más espacio para él en esta Navidad.
Amén.