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  Mártires de Tiro
 

Los mártires de Tiro de Fenicia



"Admirables fueron también aquellos que testimoniaron su fe en su propia tierra, donde por millares, hombres, mujeres y niños, despreciando la vida presente, afrontaron varios géneros de muerte por la enseñanza de nuestro Salvador.
Algunos fueron quemados vivos, después de haber sido sometidos a raspaduras, garfios, latigazos y miles de otras refinadas torturas, terribles ya solo al escucharlas.
Otros fueron arrojados al mar, otros ofrecieron valientemente la cabeza a los verdugos, otros murieron entre las mismas torturas o extenuados por el hambre.
Otros más fueron crucificados: algunos en la forma que se acostumbraba en caso de ladrones, otros de un modo aun más cruel, es decir, clavados con la cabeza hacia abajo y vigilados hasta tanto vivieran, es decir, hasta que murieran de hambre en los mismos patíbulos" (Eusebio: Historia Eclesiástica,VIII, 8)

 Los mártires del Ponto (Asia menor)


"En las ciudades del Ponto los mártires sufrieron padecimientos terribles: a algunos con cañas puntiagudas les fueron traspasados los dedos desde la extremidad de las uñas; para otros se hacía licuar el plomo y, cuando la materia ardía y hervía, era derramada sobre las espaldas de la víctima, y las partes vitales del cuerpo eran quemadas.
Otros más, en sus miembros más íntimos y en las entrañas sufrieron torturas repugnantes, crueles, intolerables aun solo al escucharlas, que los ilustres jueces, custodios de la ley, concebían llenos de celo, desenfundando toda su perversidad, como si hubiera sido una sabiduría especial, y rivalizando el uno con el otro para superarse en inventos crueles, como quien se disputa los premios de una competición.
El colmo de las calamidades se abatió sobre los cristianos cuando las autoridades paganas, cansadas del exceso de los estragos y muertes, hartas de la sangre derramada, asumieron una actitud que, según ellos, era de mansedumbre y benignidad, de suerte que parecía que no habrían concebido ningún otro castigo terrible contra nosotros.
En efecto, no era justo -decían- manchar con la sangre de los ciudadanos enteras ciudades, ni obrar de manera que se culpara de crueldad a la suprema autoridad de los soberanos, benévola y suave con todos; por el contrario, había que extender a todos el beneficio del humano poder imperial, no condenando más a nadie a la pena capital: por la indulgencia de los emperadores, en efecto, fue abolida esta pena con respecto a nosotros.
Se ordenó entonces arrancarles los ojos a nuestros hermanos y estropearles una pierna, porque esto, según los paganos, era un acto de humanidad y la más leve de las penas que podían sernos infligidas.
A consecuencia de tal 'generosidad' de los impíos soberanos, no era posible enumerar la multitud de personas a las que con la espada les habían cortado y luego cauterizado el ojo derecho. A otros con hierros candentes les estropeaban el pie izquierdo justamente bajo la articulación y después los asignaban a las minas de cobre de cada provincia, no tanto para que pudieran producir una utilidad, sino para aumentar la miseria y desventura de su situación. Además de los martirizados de esta manera, había otros sometidos a otras pruebas que ni siquiera es posible nombrar, porque las 'proezas' cumplidas contra nosotros superan toda descripción.
Habiéndose distinguido en estas pruebas en toda la tierra, los nobles mártires de Cristo impresionaron vivamente a todos aquellos que fueron testigos de su valor, y a través de su conducta ofrecieron pruebas evidentes de la secreta y verdaderamente divina fuerza de nuestro Salvador. Sería demasiado largo, por no decir imposible, recordar el nombre de cada uno" (Eusebio, Historia Eclesiástica,VIII, 12)



 
 
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